sábado, 22 de mayo de 2010

Respuesta a una carta insolente


Respuesta a la carta abierta de Antonella Carisio y otras, al Papa
De la lectura de su carta abierta en defensa de las barraganas, dirigida a Bendicto XVI, me llaman especialmente la atención sus pretensiones de apoyar sus criterios en autores como Eugen Drewermann, que como sabrá, luego de habérsele prohibido el ejercicio de su ministerio sacerdotal por sus muchos pronunciamientos heréticos: negar la historicidad de la Ultima Cena, entre otros, se declaró a sí mismo fuera de la Iglesia católica en una entrevista pública ¿dónde? En la televisión alemana, ejemplo de servicio a Cristo y a la Iglesia, como todo el mundo sabe; espero que perdone mi ironía. Por lo tanto, no me parece muy inteligente, sino más bien torpe, argumentar sus intenciones de cambiar la disciplina de la Iglesia, usando el discurso de quien se proclama fuera de esa ésta.

Sin embargo, aunque de inmediato sobresale esta carencia de pericia para defender su falso silogismo, no es lo más errado de su escrito. Usted ignora que la verdad no se puede definir desde el sentimentalismo, porque si así fuera, se destruiría la posibilidad de conocerla. Su forma de pensar, muy generaliza hoy, parte de que hay tres tipos de juicios: los justos, los injustos y “los que satisfacen la afectividad humana”. Pero esto es uno de los yerros que caracterizan nuestra civilización, adherido también a su mente,por lo leído, porque una relación no es justa por el simple hecho de saciar su emotividad, sino que la satisfacción será justa o injusta, dependiendo de su fin último trascendente. Todo pensamiento, todo sentimiento, todo acto, toda omisión, sólo tiene dos posibilidades en términos de justicia: o es justo o es injusto y nada más. El cristianismo no conoce ese término medio, tan común en esta sociedad que adormece la conciencia del pecado, como si fuera una especie de limbo entre lo verdadero y lo falso. Naturalmente, no les hablo del juicio humano, porque ya la historia, especialmente la contemporánea, ha demostrado su imposibilidad de cumplir la mínima exigencia de justicia, sino del divino: la salvación a la que todo sacerdote - y todo laico, incluida usted- está orientado.

Usted plantea el enamoramiento, como si esa excitación fuera una especie de fuerza irresistible, donde nada tuviera que ver la voluntad; pues bien, veamos esta falacia desde un punto de vista teológico primero, si es que usted y sus camaradas se consideran católicas, cuestión que es lícito preguntarse a tenor del avalista de sus garabatos: el apostata Eugen Drewermann.

Es obvio su desapego a la doctrina de la gracia de la Iglesia; en virtud de este dogma, ningún hombre está obligado al pecado y aunque nuestra más difícil circunstancia nos incline a él, no tiene sobre nosotros un poder determinante, “porque lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios” (Mt 19,26); con la ayuda de su gracia, siempre podemos vencer cualquier acto hacia el que nos escore la concupiscencia de nuestra esencia. Él jamás permite que seamos tentados por encima de nuestra fuerzas. Es decir, nunca podrán perjudicar la salvación eterna de un hombre, ni el dolor producido por las injusticias humanas, ni el sufrimiento causado por la naturaleza, pues hay una diferencia infinita entre la pena que soportamos y la inconmensurable recompensa de Dios, como nos dice el Apóstol de los Gentiles: “Estos padecimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria venidera que ha de manifestarse en nosotros” (Rom 8, 18)

Esto es otra verdad revelada: la aceptación de nuestra cruz coopera con la gracia para crear un caudal copioso de salvación: “Porque nuestra tribulación momentánea y ligera va labrándonos un eterno peso de gloria cada vez más inmenso” (2 Cor 4,17). Ocurre con más frecuencia de la deseada en la mentalidad de nuestro tiempo y de ella está impregnada su misiva, que renegamos del Calvario y nos escandaliza la Cruz, inventándonos un Cristo melifluo, que nada tiene que ver con el Hijo de Dios que se ofreció en oblación por nuestros pecados. Ustedes acusan a la Iglesia porque les recuerda esta doctrina de siempre: nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles" (1 Cor1,18-23).y porque les resulta insoportable hasta la misma idea de renunciar a sus goces, sabiendo, como saben, que Él nos dijo: mi yugo es llevadero y mi carga ligera”. (Mt 11, 30) Sin embargo, ahí donde parece haber sólo fracaso, dolor, derrota, precisamente ahí está todo el poder del Amor ilimitado de Dios, porque la Cruz es expresión de amor. Esto me recuerda a una persona que se presentó con muchas quejas ante el tribunal divino porque se le habían dado dos cruces, en vez de una como a todos los demás. El Padre se quedó pensativo un instante ante tanta desazón, recordando el momento de la eternidad donde fue pensado el enjuiciado. Pero Yo sólo te di una cruz, respondió el Creador. No, No, protestó de nuevo aquel insolente, tirando las dos cruces al suelo, con ánimo de hacerle evidente a Dios las pruebas ¿Lo ves? Son dos, dijo irritado. Entonces Dios recogió las dos cruces del suelo y observándolas con detenimiento, le respondió: Yo sólo te dí ésta, que consistía en una leve cojera, para que la hermosura de tu cuerpo no despertará en ti una magna vanidad y así pudieras entrar en mi gloria; era muy fácil de llevar. La otra, te la buscaste tú mismo, pues no te envié yo a la tierra cargado con ella, pero bebiendo en exceso tanto alcohol cada fin de semana, te creaste una dolorosa y mortal cirrosis. La moraleja resulta evidente, porque uno podría estar dispuesto, incluso, a aceptarle, que de la frecuencia de la conversación, un tanto atolondrada, pudieron surgir unos sentimientos, que jamás debieron concretarse en un ayuntamiento carnal. Nadie duda que si hubieran cooperado con la gracia,otorgada con generosa suficiencia para vencer la tentación, negándose a dar ocasión al pecado, hubieran cargado con un dolor durante un tiempo, pues no hay mal que cien años dure..., hasta que las emociones se desvaneciesen mediante la obediencia a sus voluntades castas. Es hasta posible especular con el pensamiento de que esa cruz suave y temporal la permitiera el Señor, a la vez que les entregaba muchos más dones para sobrellevarla, a fin de que adquirieran un bien mayor. Pero de ninguna manera es una cruz el sufrimiento que dice padecer por no poder fornicar, sino a escondidas. Usted y sus camaradas están diciendo que sufren porque tienen que mantener oculto su pecado. Es decir, ni tienen dolor de los pecados, ni propósito de enmienda y lo que reclaman es misericordia para seguir pecando con el beneplácito de la comunidad. Esa piedad no es la Jesús. El Cristo verdadero, el Jesús del Evangelio es, sí, misericordioso, pero con el contrito y humilde de corazón.”¿Nadie te ha condenado?» Ella respondió: «Nadie, Señor». Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más»” (Jn 8,11). Ustedes quisieran un Jesús que les dijera: Tampoco yo te condeno, puedes seguir fornicando; sin embargo ese Jesús no está en ninguna parte de las Sagradas Escrituras; ese maestro al servicio de su propio hedonismo no es Cristo, el Hijo de Dios, sino una inecorrocible caricatura que su imaginación calenturienta ha dibujado con barba.

Ahora veamos ese mito de nuestra época denominado enamoramiento, desde una perspectiva psicológica y en el cual está fundamentada su peregrina argumentación. Porque efectivamente, muchos caemos en el pecado de la fornicación o el adulterio -porque si algunas de ustedes está casada o separada cometen adulterio- por sostener el siguiente equívoco: El amor nada tiene que ver con una decisión. Sin embargo, la cadena que nos ata a este frágil ídolo con pies de barro, se forja de esta manera: Alguien nos agrada y halaga nuestra virilidad o feminidad mediante la conversación, aún con ausencia de cualquier pensamiento obsceno. Al mismo tiempo, nos gozamos en esa sensación aparentemente inocente y deseamos repetirla en nuestro espíritu una vez más. Pero si vivimos internamente, es decir, si nuestro pensamiento no está obnubilado por el ensordecedor ruido del mundo y somos honestos escuchando nuestra conciencia, deberíamos de admitir que ese goce sensual -no estoy hablando aún de practica sexual alguna- está comprometiendo mi estado y el del otro, en este triste caso un sacerdote célibe. Por lo tanto, no me es lícito proponerme buscar una nueva ocasión, con el objeto de volver a sentir lo mismo. 

Sucede a menudo que la voluntad es una veleta y buscamos argucias para un nuevo encuentro, tal vez fortuito, o no tanto. A la sazón, esta clase de pensamientos o parecidos pueden ser corrientes: “¿Dónde me dijo que tomaba café? ¿Cuándo dijo que volvería por tal o cuál lugar? ¿A qué hora está solo en la sacristía?” Con este tipo de acciones mentales estamos decidiendo iniciar una relación. Pero sin embargo, aún tenemos el poder y la libertad para truncar desde el mismo origen algo peligroso.

Más si no lo hacemos, buscaremos la oportunidad de otra coincidencia, quizá a través de una tertulia, reunión o mediante algún tropiezo nada casual, en una esquina y hora archisabidas. Según el caso, es probable que incluso pensemos que esta segunda vez no hemos sido muy afortunados, porque siendo aún al comienzo de la deriva, nos suele obligar nuestra cortesía a compartir estos deleites con otros amigos o compañeros suyos o nuestros. Sin embargo y a pesar de la multitud, la emoción ha sido igual de grata o mayor; en general más grande, porque pareciéndonos cicatera nuestra alícuota parte de dicha, aguzamos nuestro ingenio para captar su atención en medio de otras voces rivales y así aumentamos nuestro deseo.

Tras esa segunda o tercera vez, según la disposición y experiencia de cada cual o la falta de vergüenza, suspiramos por una mayor intimidad. Tan fuerte es este anhelo, que mientras charlamos, nuestra mente no para de buscar el momento propicio para proponerle una cita a solas, incluso usando el motivo de una solicitud de guía espiritual . Al mismo tiempo, tampoco cesamos de elaborar frases graciosas e ingeniosas para caerle simpática. Pero hacemos todo esto sin cruzar una imaginaria frontera, que desesperadamente tratamos de ubicar en algún sitio, pues de ninguna manera deseamos pasarnos de la raya y ser descubiertos o espantar la pieza de caza; ni queremos quedarnos cortos, ni pasarnos de largo. Todavía puedes detenerte, mas si no quieres hacerlo, vas abocada a la fornicación o al adulterio, según el caso, rodando en tu caída con una aceleración creciente.

Al fin los dos solos, sin amigos estorbando como moscones y con certeza, más acicalada y perfumada que de costumbre. Qué duda cabe que también con los dientes más limpios y más fresco el aliento. Durante ese rato vas conociendo nuevos rincones seductores de su alma, mientras que a tu “partenaire” le habrás abierto de par en par las puertas de la tuya. 

Cuando vuelves al hogar te sientes en las nubes y sólo quieres recostarte como huraña en tu lecho, sin que nadie te moleste. Si no te es posible, buscarás otro espacio privado, tal vez te recluyas en el baño o en cualquier otro lugar de la vivienda, para que ni tus hijos ni tu cónyuge, si lo tienes, nublen ese instante de dicha e interrumpan tus pensamientos. Así confinada en ti misma, desatarás a la “la loca de la casa” para regodearte en la fantasía. De esta suerte incumples tu pacto, si estás casada o separada, y en cualquier caso,las obligaciones de tu estado; pero puedes cortar aún esa cadena, porque sus eslabones todavía son endebles. Mas piensas: “Pero ya hemos quedado de nuevo a tal hora de tal día ¿Cómo voy a faltar a mi palabra, si además no hago nada malo; aún ni siquiera he rozado su mano?” ¡Qué infeliz! Digo infelices, desdichados y desdichadas, porque este mecanismo es común a los hombres y mujeres, todos aquellos preocupados por el incumpliendo de una cita de ese calibre, mientras faltan gravemente a su casto compromiso y tientan a los del sacerdote a incumplir los suyos; o viceversa, si son ellos los que toman la iniciativa.

A estas alturas, cómo podemos alegar en nuestra defensa súbito enamoramiento, si paso a paso hemos decido, sí, decidido digo, despertar esa pasión ¿Cómo podemos argüir candidez o inocencia? No hay tal; porque es una prueba en nuestra contra, que también resolvemos ocultar este desorden a los demás desde el principio, al resultarnos imposible rebatir sus posibles reproches, pues la Luz deja al descubierto toda perversidad; y no lo podemos impugnar, por la sencilla causa de sentirnos culpables. No puede evitarse que un pajarito o mal pensamiento pase por nuestras mentes, pero lo que si se puede evitar es que este pajarito haga nido y ponga huevos”.Lo que le estoy diciendo, en síntesis, es que tanto ustedes, como esos sacerdotes, tomaron una decisión de enamorarse y de permitir que se albergaran unas emociones ajenas a su fin último: la salvación de sus almas. Ustedes sabían que dejar crecer esos sentimientos cuando aún eran una semilla, es decir, antes de convertirse en barraganas o concubinas, era ilícito; lo sabían porque su conciencia no pudo callar y por eso ocultaron a los demás sus incipientes emociones, que ahora quieren ensalzar a la categoría de un derecho natural y hasta canónico.

Pero hay tres buenas noticias: La primera es que El Señor les ofrece su perdón ahora mismo, si se arrepienten e intentan sinceramente no pecar más. La misericordia de Cristo es actual. La segunda: La misericordia del Señor es paciente , pues sus longevas vidas, dones que no proceden de la soberbia de los hombres ni de la tecnología, sino sólo de Dios, se les ha regalado a fin de que puedan aceptar algún día su salvación y se arrepientan, aunque sea en su último suspiro, como el buen ladrón. La tercera: la misericordia de Dios es eterna, incluso con los condenados, pues éstos no son rechazados por alguien externo sino por su propia conciencia, según nos dice San Pablo: “Por cuanto les da testimonio su conciencia y sus razonamientos, acusándolos o excusándolos recíprocamente” (Rom 2,15). También Dante observa como los condenados muestran una gran ansia y deseo de lanzarse a la pena y nos narra :” y prontos son a atravesar el río, porque el juicio eterno los espolea y les muda el temor en ansia y brío”. Sabiamente lo dice Santa Catalina de Génova: “si el alma no encontrase en este punto esa ordenación procedente de la justicia de Dios, quedaría en un infierno mayor que cualquier otro, por encontrarse fuera de ella”. Cito por ultimo a un teólogo, paisano suyo, Romano Amerio: “bajo este aspecto, el infierno es también una obra de misericordia. Que la impaciencia por entrar en la perdición prevalezca sobre el terror al tormento es la prueba última de que el fin del hombre está más allá del hombre: es el orden del mundo.”

No me voy a extender, sobre el vulgar prejucio que esgrime a la hora de juzgar en su carta las causas históricas que han motivado a la Iglesia a establecer la disciplina del celibato. Para ello le remito a la historia; a la verdadera historia, muy distinta y alejada de los tópicos en que envuelve su texto [Le recomiendo, eso sí, que lea los cánones del Concilio de Elvira(S.IV); el Codex canonum Ecclesiae Africanae del año 390;Las cartas del Papa Siricio al obispo Himero y a los obispos africanos del año 386, etc., para la Iglesia de occidente. Para la de Oriente, el testimonio de Epifanio de Salamis en el año 315, el canon tercero del Concilio de Nicea, la capitulación sobre el celibato en una única parte de Oriente, en fecha ya bastante tardía,año 691, en el sínodo Trulanum II, etc.] . Pero no quiero dejar pasar por alto otra de las afirmaciones más escandalosas de su carta. Usted dice textualmente : “¡No se asombre, Santidad! Para lograr ser testigos efectivos de la necesidad del amor tienen necesidad de personificarlo y vivirlo plenamente, de la forma que su naturaleza lo exige.” Usted está afirmando que ni hasta el mismísimo S. pablo pudo ser testigo efectivo del amor, por su afán de mantenerse célibe. Para usted, sólo da un testimonio útil de amor, quien se muestra incapaz de orientar sus instintos hacia algún fin más elevado y se deja llevar por su naturaleza, es decir, por el placer venéreo, hablando en plata, traicionando su propia promesa. Es obvio que para usted no tiene ningún valor la palabra dada, ni la promesa, ni el voto, ni los esponsales donde los novios se prometen fidelidad hasta que la muerte los separe. Usted tomó la decisión de enamorarse de un sacerdote, digo bien, la decisión, ya que no es una emoción sobrevenida, y desea confundirlo a él respecto a la estima de sus votos, por haberlos hecho en su juventud; pero si hubiera tomado la decisión de enamorarse de un hombre casado, hubiera escrito una carta en contra de la indisolubilidad del matrimonio; la cuestión es satisfacer su propio instinto, sin respetar promesas ajenas; vomita y se vuelve sobre su vómito, incapaz de amar de verdad. Mi pregunta ante su lapidaria e inadmisible afirmación es ¿Entonces en qué nos diferenciamos de los marranos, animales sujetos por entero a su propia naturaleza, como es bien sabido, e incapaces de hacer un sacrificio por un congénere, como por ejemplo renunciar a sus propias algarrobas? La filosofía que impregna toda su carta, está imbuida de una nausea por la dignidad humana, que por cierto no proviene del hombre, en cuanto hombre, sino del hombre en cuanto ser creado a imagen de Dios.

El sacerdote no es un ser ocupado en múltiples tareas y existencialmente vacío, como usted trata de caricaturizar; no es sólo el presidente de un banquete. El sacerdote es quien hace descender sobre el altar a la Víctima, presente realmente en el pan y el vino consagrados. El sacerdote tiene la necesidad de estar marcado en su alma para siempre, para ofrecer así este Sacrificio y debe guardar virginidad y celibato porque le corresponde una cosa extraordinaria, hacer venir a Dios del cielo a la tierra por medio de sus labios. El sacerdote es un Alter Christus, otro Cristo; así pues, está llamado a hacer efectivo su amor, sí efectivo, digo, con un don total, sin reservas y a todos, como Cristo. El sacerdote no puede dividir su corazón: ahora realizo la noble función del Sacrificio, luego me ocupo de lo mundano, mañana tengo que ir a ver a mis suegros, pasado nos vamos a un crucero, a la tarde debo acompañar a mi mujer a escoger un vestido,etc., sino que su ministerio es toda su vida. Tal dignidad no es escogida por Él, sino que ha sido llamado a ella por el Señor, a la manera de Cristo purisimo y virgen y de su santísima Madre, virgen y casta. Por esto es célibe el sacerdote y no porque le mantenga ocupadísimo su actividad apostólica. La exigencia viene de la grandeza del Sacrificio de la Misa, en la que actúa in Personae Christi, ya que es un Sacrificio real. Por lo tanto, cuanto más imite a Cristo, quien dio ejemplo de una vida enteramente consagrada al Padre, mayor será la efectividad de su amor, para usar sus mismas palabras, con cada alma que tenga encomendada. De esta efectividad hay miles de testimonios en cada lugar; multitudes de personas muy agradecidas a los sacerdotes que usó el Señor para cambiar sus vidas. Cierto que los sacerdotes llevan un tesoro en vasijas de barro, para que nadie se engría y pueda dar toda la Gloria y el mérito sólo a Dios, como nos recuerda S. Pablo. Por eso esas vasijas también flaquean y caen al suelo y se rompen, pero con la gracia de Dios se pueden volver a recomponer. La debilidad de los sacerdotes de la que usted habla, es cierta y no es nueva, como tampoco lo es que hay entre ellos muchísimos santos y la inmensa mayoría hace mucho bien. 

La novedad no es la descripción de esas dolorosas situaciones pecaminosas, no; la novedad de su carta estriba en la blasfemia de querer elevar el pecado al mismo estatus que la virtud y eso es imposible y además no puede ser. Lo único posible y cierto es la misericordia del Señor, en los mismos términos que salen de su sagrada boca, acójanse a ella sin dudarlo y serán salvas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Esto es una prueba